Ocurre de manera cíclica, sobre todo cuando instalan nuevas cámaras de vigilancia en la plaza mayor de algún pueblo o en la avenida principal de cualquier ciudad, o cuando aquel video que grabó la "ex" de turno en plena faena amatoria, con la promesa de que aquel documento audiovisual quedaría en la intimidad de la pareja, es publicado en pornotube para goce y disfrute del respetable, o cuando las fotos del cuñado borracho bailando el waka-waka en calzoncillos sobre la mesa de los novios son aireadas a los cuatro vientos verbigracia de la "red de redes", el personal pone el grito en el cielo y se reabre el debate sobre los derechos vulnerados a la intimidad de las personas, que si la vida privada solo es propiedad de su legítimo dueño o qué putada se le hizo al novio, que ya dejó de serlo, por publicar en Facebook las fotos de su despedida de soltero haciendo el numerito con aquella mulatona.
Y la verdad, yo no sé a cuento de qué viene ese paripé en pro de los derechos de imagen o la protección de datos y de la intimidad si somos una sociedad acostumbrada a pregonar a voz en grito nuestra vida privada y los hechos cotidianos que nos acontecen a diario. Tan nefastas actitudes se pueden ver, por ejemplo, cuando uno viaja en tren.
Ya son varias las ocasiones en las que, debido a la actual naturaleza de los viajes en tren ( la imposibilidad de mantener un diálogo con los compañeros de viaje que compartían el departemento, el acortamiento en la duración del trayecto. . . ) decido aprovechar las horas de viaje para estudiar, disfrutar del paisaje en silencio o, simplemente, meditar sobre la insoportable levedad del ser. . ., pero oigan, misión imposible.
Se ha convertido en una costumbre nefasta por parte del personal que viaja en tren el hablar por teléfono móvil durante el trayecto a voces, haciéndonos partícipes y testigos al resto de su vida privada y de sus intimidades. Sí, la misma vida privada y las mismas intimidades que pugnan por defender en los casos que antes he comentado. Esas mismas. De esta manera en un viaje a Galicia que tuve la oportunidad de llevar a cabo hace ya unos meses, tanto en el trayecto de ida como el de vuelta me enteré de los problemas conyugales de una mujer que se sentaba dos plazas detrás de mi, de que el primo de una viajera había coronado el segundo campamento de no sé qué cumbre y que estaban preocupados por las previsiones meteorológicas en las próximas horas o de los resultados en los exámenes del último parcial de un grupo de estudiantes universitarios.
Hace poco realicé otro viaje, en este caso a la ciudad condal, para comprobar en qué medida afectaba a los problemas diarios de los catalanes el que se institucionalizara por ley la prohibición de los cuernos en su comunidad autónoma (¿qué será de esta España nuestra si eliminamos a los astados de nuestra sociedad?, oigan, que es la fiesta nacional, que es un bien cultural eso de poner los cuernos en el ruedo. . .).
Aunque no suy muy amigo de la nueva concepción de los viajes ferroviarios que se está implantando en nuestro país (¿que quieren?, que uno es heredero de la época del vapor), tomé un tren de Alta velocidad para acercarme a la capital catalana. . . De nuevo, y a pesar de que el tiempo del viaje se ha acortado en más de la mitad en comparación con no hace tantos años, decidí aprovechar ese tiempo para estudiar un poco y descansar en silencio del suave arrullo del tren. ¡Ingenuo de mí!. No tardaron en inundar el vagón miserables acordes de los últimos éxitos del verano, propios de los más infames chiringuitos playeros anunciando la consiguiente conversación a unos niveles de decibelios muy por encima de lo que soporta el buen gusto. Y eso que por la megafonía del tren anunciaban de vez en cuando que por favor se moderara el volumen de los teléfonos móviles para no perturbar el viaje del resto de viajeros. Que digo yo que podrían haber pedido que no se copulara como perros rabiosos en celo en mitad del pasillo y, estando acostumbrados, como estamos, a hacer todo lo contrario a lo aconsejado, pues igual alguien nos ameniza el viaje. Para colmo, por alguna razón, el tren tuvo que alargar alguna de sus paradas con el consiguiente retraso y tuve la desgracia de que me tocara en suerte la cercanía de un tipo, ya entrado en años que comenzó a ciscarse en los muertos de la "RENFE" (¿pero a estas alturas todavía hay personas que no saben que la "RENFE" ya no existe?) por los susodichos retrasos y no hacía mas que recordar a aquellos "trenes correo" de la época de Franco. . . Y digo yo, que puestos a remontarnos a la época del viejo dictador, ¿por qué no recordaba también que se solía llamar al orden o, incluso detener, verbigracia de la ley de vagos y maleantes, a todo aquel que perturbara el orden público?. Eso sí, su diatriba la proclamaba bien alto, por si algún valiente se animaba a acompañarlo en su justo enfado.
Y en el trayecto de regreso no fue mejor la cosa, mire usted. En la misma estación de Barcelona-Sants (al principio del viaje) se subieron al tren dos jovencitas que discutián a voz en grito la idoneidad de vestir una "faldas tan cortas" para viajar en tren. una de ellas defendía vehemente que había sido "una mala idea" calzarse una minifalda de tan minúsculo corte y que al sentarse dejaba poca libertad a la imaginación del respetable. Obviamente ante tal interesantísima cuestión no pude menos que comprobar con mis propios ojos cual de las dos tertulianas llevaba la razón consigo y, efectivamente, comprobé que tenía razón la que defendía que aquella prenda de vestir, quizá, no era la más adecuada a la hora de llevar sentada tantas horas. . . Pero visto el azoramiento que esto producía en la joven pasajera pensé en tranquilizarla con un ingénuo "chica, pues por que lo dices tu, porque sino, yo ni me fijo" (¡mentira!, piadosa, eso sí, pero mentira al fin y al cabo). Como se podrán imaginar, esto no fue todo ya que a las altísimas melodías de los móviles con el último éxito discotequero y la posterior conversación con la prima de turno que se despedía a los diez minutos de que el tren abandonara la estación se unió en esta ocasión una pasajera con un perro feo de necesidad que al poco de iniciar el viaje comenzó a ladrar con insoportable graznido en legítima reivindicación de ganarse un lugar en aquel gallinero propio de tertulianos televisivos de medio pelo. Nada oigan, nada que hacer. De un viaje tranquilo en silencio, propicio para descansar o estudiar o comtemplar el paisaje no se pudo aprovechar ni el momento en que uno decide visitar el bar con la esperanza de caer en coma etílico y despertar a la llegada
Algunos que me conozcan podrán replicarme, y con justicia, alegando que yo siempre he criticado las nuevas formas de viajar, mucho más impersonales, y frías, recordando con nostalgia aquellos viajes en que uno compartía el departamento con otras cinco personas y siempre nacía alguna amistad o se compartía el almuerzo mientras se escuchaba como los avatares que el hijo de la señora que se sentaba enfrente tenía en la mili, allá por Ceuta. . . Pero es que el quid de la cuestión está ahí, en que antes se compartían las interminables horas de viaje y de la misma manera que la señora o el señor que se sentaba a tu lado te contaba lo dura que era la vida en la postguerra uno también podía participar en la conversación. Ahora no, ahora te tienes que tragar las conversaciones del resto del ganado que viaja en el mismo vagón pero ni se te ocurra invitarles a que moderen el tono de su voz o que, simplemente mantengan sus asuntos privados en el reducido círculo de su intimidad con su pareja y no lo comparta con el resto del tren. Pero lo que les comentaba antes, ahora tienes que enterarte por obligación de la vida privada de los demás, eso sí, ni se te ocurra intentar intervenir o dar tu opinión en conversaciones (más bien en proclamas públicas) ajenas, que nadie te ha dado vela en ese entierro. Es por esta razón que, en un arranque de prudente lucidez, en el caso de las jovencitas de la minifalda opté por guardar silencio y así ahorrarme la consiguiente bofetada.
Y es que así somos todos los españolitos (por mucho que les pese a algunos dictadores regionales tener otro rasgo en común con el resto de habitantes de la piel de toro) unos voceras que, bien por afán de protagonismo, o en búsqueda de adeptos a nuestra causas o por el simple hecho de hacernos notar por encima del común de los mortales que nos rodean, aireamos nuestras vidas privadas y nuestras intimidades bien alto y si es posible rodeados de muchas personas, mejor, eso sí, que a nadie se le ocurra llevarnos la contraria o dar su opinión que están inmiscuyéndose, sin permiso, en nuestros asuntos personales y vulneran nuestro derecho a la intimidad.
Esta mezquina costumbre, que también se puede comprobar en la televisón o en la prensa rosa donde las aves de corral de turno airean sus trapos sucios(con la posterior desfachatez de denunciar a posteriori que los periodistas no respetan sus vidas privadas) no es feudo exclusivo de los españoles. En estas lides también son unos maestros nuestros vecinos italianos que no dudan un momento en demostrar, sin pudor alguno, su procedencia, dando voces a diestro y siniestro cual ropavejero itinerante. Si algún día les interesa, les contaré como descubrir a un español o a un italiano entre mareas humanas de turistas en cualquier ciudad del mundo. ¿Intuyen el secreto?.
LA LADILLA LEGIONARIA AGOSTO 2010